(AP) — Cuando el muchacho hondureño se quejó de un dolor de muelas, la doctora Psyche Calderón le hizo una pregunta obvia: ¿Cuándo te empezó a doler?
La respuesta le partió el corazón.
“Cuando la Mara me rompió todos los dientes y mató a toda mi familia”, respondió el chico de 14 años. “Fui el único sobreviviente”.
Calderón no es terapeuta, ni abogada ni dentista. Es una doctora de medicina general que ofrece sus servicios como voluntaria para atender a centroamericanos varados del lado mexicano de la frontera, donde esperan respuesta a sus pedidos de asilo en Estados Unidos. No había mucho que pudiera hacer por este adolescente.
“Le di un antibiótico y después me fui a casa y me puse a llorar”, relató.
Calderón es parte de un movimiento de profesionales de la salud y estudiantes de medicina de ambos lados de la frontera que calladamente tratan de atender las necesidades médicas de los migrantes que piden asilo mientras sus vidas están en el aire.
Tratan desesperadamente de ofrecer servicios que ninguno de los dos gobiernos ofrece a esta gente. Y se ven envueltos en situaciones inusuales, en las que a menudo deben improvisar pues tienen cantidades limitadas de equipo y medicinas donadas y deben lidiar con situaciones ajenas a su campo. Además de recetar pastillas para aliviar dolores, a veces tienen que decirles a sus pacientes dónde buscar asesoría legal y escuchar los lamentos de una población traumatizada por la violencia que los empujó a irse de sus países.
Con poca preparación para este tipo de misión, los médicos como Calderón tratan de buscar lineamientos acerca de cómo hacer frente a los traumas emocionales.
Miles de personas están varadas en ciudades del lado mexicano de la frontera, a la espera de que los tribunales estadounidenses procesen sus solicitudes de asilo en el marco de una política del gobierno de Donald Trump que los obliga a aguardar una respuesta en México y no con parientes o patrocinadores de Estados Unidos. Otros miles esperan ser llamados para iniciar el trámite del asilo.
Muchos migrantes de Tijuana llevan meses viviendo en albergues atestados, durmiendo en el piso, con limitado acceso a servicios médicos.
Del lado mexicano de la frontera con Texas, cientos de migrantes viven en carpas hechas con bolsas de basura. Familias enteras duermen cerca de pilas de excrementos humanos y se bañan en el río Bravo (Grande en Estados Unidos), que se sabe transporta bacterias.